ICYDEP

El ICYDEP (Instituto de Criminología y Derecho Penal) se constituye en Febrero de 2009, a partir del trabajo desarrollado en el Centro de Estudios e Investigaciones de Santiago del Estero (http://www.ceise.org/). Su principal objetivo es el desarrollo de investigaciones criminológicas y penales, así como el desarrollo de programas de política criminal, incluyendo estudios sobre el sistema penal, victimología, sistema penitenciario, entre otros.
Se pretende así abordar estudios penales y criminologicos, particularmente relativos a modelos y las políticas estatales de control punitivo, prevención y persecución del delito, sistemas de seguridad pública, problemática de la víctima y la resolución de conflictos, ejecución de penas privativas de la libertad y legislación penitenciaria, tanto desde un punto de vista teórico (analítico, legal, comparado, etc.) como práctico (atendiendo las posibilidades de implementación concretas), con una mirada inter y transdisciplinaria.

Crimen y Castigo

Autor: Matías Castro de Achával


Al momento de pensar las concepciones sobre las penas, se suele distinguir entre teorías absolutas, relativas y mixtas. Dejando de lado este último tipo –que no sería otra cosa que una posición intermedia en relación a las otras dos- las teorías de la pena pueden ser reducidas a absolutas y relativas, de acuerdo a si entendemos que el fundamento último de las penas radica en ellas mismas, o en un bien ulterior, al que aquellas contribuyen a generar, respectivamente.
Ahora bien, en última instancia, estas teorías sobre la pena se fundamentan, justamente, en una concepción política determinada (particularmente sobre el Estado), y en un posicionamiento ético o moral. En este trabajo pretendemos abordar justamente los fundamentos morales de estas teorías de la pena, evaluando particularmente algunas de las concepciones más difundidas en la historia del pensamiento occidental.

DESARROLLO

Cuando se estudian las teorías de la pena, se suele distinguir usualmente entre concepciones absolutas y relativas, incluyendo como ejemplos de las primeras el pensamiento de filósofos como Kant y Hegel, y en las segundas al pensamiento utilitarista, como muestras arquetípicas.
Sin embargo, el reconocimiento de la pena como “retribución moral” en el caso de Kant, y como “retribución jurídica” en el caso de Hegel, y el entender al sentido de la pena por su utilidad –en el caso del Utilitarismo-, no contribuyen demasiado a los fines de comprender los fundamentos morales de tales concepciones. A tales fines desarrollaremos a continuación la teoría kantiana y la utilitarista, como ejemplos paradigmáticos de cada una de las concepciones sobre la pena, indagando particularmente en sus fundamentos morales.

Kant

Dentro de las posiciones denominadas principistas o deontológicas
[1] tal vez la de mayor importancia fue la desarrollada por Immanuel Kant. Para este filósofo, actuar moralmente es actuar conforme al deber, independientemente de las consecuencias que nuestras acciones pudieran tener. Según Kant todo deber implica una obligación a ser cumplida, y la valoración de los efectos posibles de la acción no corresponde a una valoración moral. En el caso de la “veracidad”, para Kant siempre debemos decir la verdad, aún cuando esta actitud suponga, en determinados casos, consecuencias negativas o no queridas. Su teoría se encuentra así opuesta a las posiciones consecuencialistas –es decir, aquellas posiciones que sostienen que una acción es justa o correcta desde un punto de vista político o moral de acuerdo a la valoración de las consecuencias que esta acción puede producir y no por la adecuación de la misma a algún principio o norma-, adquiriendo el concepto de deber un papel fundamental en la concepción kantiana. Pero, ¿cómo llega Kant a sostener esta posición? Veamos, para comprender esto, la teoría kantiana de la moralidad.
Para Kant los calificativos morales (bueno, malo, etc.) solo pueden predicarse respecto de los actos que realizan los seres humanos, y no de las cosas. Esto es así porque es el hombre el único que puede distinguir entre lo que “hace” y lo que “quiere hacer”, siendo que los predicados morales al estilo de “bueno” o “malo” son asignados al valorar no lo que los hombres “hacen”, sino lo que “quieren hacer”. Es decir, lo único que puede ser malo para Kant es la “voluntad humana”, y es en ella donde debe indagarse acerca de la moralidad. Lo que quiere decir Kant es que valoramos moralmente una acción de acuerdo a la intención del agente moral (a lo que “quiere hacer”), por lo que la moralidad tiene que ver con la “voluntad humana” y no con el análisis de los hechos en particular.
Ahora bien, dado que la moralidad se vincula a la “voluntad humana”, Kant se pregunta cual es una “voluntad humana buena”. Para contestar esto debemos observar que todo acto voluntario se nos presenta con la forma de un imperativo, es decir, de una imposición o mandamiento. Podemos identificar dos tipos de imperativos: categóricos e hipotéticos. Los imperativos hipotéticos son aquellos que condicionan el cumplimiento de un imperativo a la realización de un determinado hecho (condición). Por otra parte, los imperativos categóricos son mandatos que no están sujetos a condición alguna, por lo que el imperativo está puesto incondicionalmente, absolutamente. Para Kant, es este último tipo de imperativo el que se vincula a una “voluntad buena”. Es decir, una “voluntad humana” es “buena” cuando se rige por imperativos categóricos incondicionados, y no por imperativos hipotéticos. Pero, ¿cómo podemos conocer estos imperativos categóricos? Para Kant el conocimiento que tenemos los seres humanos es limitado. Al respecto Kant sostiene la necesidad de distinguir entre fenómeno y noúmeno. El primero hace referencia a aquello que las cosas son al aparecernos a través de los sentidos y las categorías propias de los hombres, mientras que el segundo se refiere a aquello que las cosas son ‘en sí mismas’, independientemente de cómo sean percibidas. Si bien los hombres en tanto seres ‘fenomenales’ (es decir, seres que vivimos en el mundo natural) estamos limitados por las leyes empíricas de la naturaleza y nuestro conocimiento se encuentra restringido, al hacer uso de la razón actuamos como seres ‘noumenales’ (es decir, seres ‘en sí’, libres de las contingencias del mundo físico), por lo que tenemos la capacidad y la libertad para actuar conforme las leyes universales derivadas de la razón.
Esto significa que –según Kant- cuando actuamos en el mundo de la naturaleza actuamos aplicando un determinado tipo de normas, mientras que cuando actuamos como seres morales estamos obrando como seres ‘en sí’, por lo que deberemos obrar de acuerdo a las normas derivadas de lo que podríamos llamar la “razón moral”. Veamos esto detenidamente.
Kant identifica así dos tipos de reglas que guían nuestro razonamiento para el actuar: las reglas prudenciales y las reglas morales. Las reglas prudenciales son aquellas formuladas bajo la forma de imperativos hipotéticos, indicándonos como actuar en el mundo de la naturaleza si queremos lograr algo (por ejemplo: “debes tomar la medicina si quieres curarte”, “debes estudiar si quieres aprender”, etc.). Pero las reglas morales, es decir, aquellas aptas para el mundo moral, se nos presentan bajo imperativos categóricos, que nunca pueden estar condicionados o limitados como sí lo están las reglas prudenciales. Según Kant, las leyes o principios morales presentan ciertas características que los diferencian de cualquier otro tipo de ley o principio. Son autónomos, esto es, son reglas que nos damos a nosotros mismos independientemente de cualquier autoridad, ya sea divina, terrenal, o incluso de nuestros propios deseos e intereses. Son también categóricos, dado que, al no depender de nuestros deseos u otro objetivo, no están condicionados como las reglas hipotéticas del razonamiento prudencial, donde sí tenemos en cuenta cuáles son los mejores medios para satisfacer nuestros intereses (por ejemplo: las reglas que nos permiten procurarnos abrigo, alimentación, etc.). Y, finalmente, son también universales, puesto que estos principios, al ser captados por la razón independientemente de nuestro deseos e intereses, y dado que todos los hombres son seres racionales, son conocidos por todos los sujetos.
De este último rasgo va a surgir la máxima que –para este pensador- debe guiar nuestras acciones, denominado por Kant imperativo categórico. Diversos son los modos en que Kant expresa este imperativo categórico, al que podemos enunciar del siguiente modo: obra de modo tal que quieras al mismo tiempo que la máxima que guía tu acción se torne ley universal. Esto significa que, por ejemplo, si creemos que debemos mentir cuando nos convenga, tendremos que pensar si estaríamos dispuestos a aceptar que esta máxima se transforme en ley universal, es decir, que todos deban mentir cuando les convenga. De este modo, el imperativo categórico aparece como una ley formal de la cual es posible derivar los diferentes enunciados sustantivos sobre la moral y. por lo tanto, sobre la política.
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de este principio? Este fundamento debe ser algo que tenga valor en sí mismo, algo que sea un fin y no un medio. Para Kant el fundamento es el hecho de que el hombre, en tanto ser racional, es un sujeto autónomo, y por lo tanto es fin en si mismo. Todos los hombres deben ser entonces considerados fines en sí mismos, y no pueden ser usados como medios para satisfacer un fin distinto.
En Fundamentación de la metafísica de las costumbres, libro editado en 1785, sostiene Kant “así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperad. Pues todos esos efectos –el agrado del estado propio. O incluso el fomento de la felicidad ajena- pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma –la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción.”
[2]
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de este principio? Este fundamento debe ser algo que tenga valor en sí mismo, algo que sea un fin y no un medio. Para Kant el fundamento es el hecho de que el hombre, en tanto ser racional, es un sujeto autónomo, y por lo tanto es fin en si mismo. Todos los hombres deben ser entonces considerados fines en sí mismos, y no pueden ser usados como medios para satisfacer un fin distinto. En 1788 afirmaba Kant en la Crítica de la Razón Práctica que “Lo esencial de toda determinación de la voluntad por la ley moral es que, como voluntad libre, y por consiguiente no sólo sin cooperación de impulsos sensibles, sino aún con exclusión de todos ellos y con daño de todas las inclinaciones en cuanto pudieran ser contrarias a esa ley, sea determinada sólo por la ley (…) ¡Deber! Nombre sublime y grande, tú que no encierras nada amable que lleve consigo insinuante lisonja, sino que pides sumisión, sin amenazar, sin embargo, con nada que despierte aversión natural en el ánimo y lo asuste para mover la voluntad, (…)La ley moral es santa (inviolable). El hombre, en verdad, está bastante lejos de la santidad; pero la humanidad en su persona tiene que ser santa. En toda la creación puede todo lo que se quiera y sobre lo que se tenga algún poder, ser también empleado sólo como medio; únicamente el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en si mismo. El es, efectivamente, el sujeto de la ley moral, que es santa, gracias a la autonomía de su libertad. Precisamente por ella toda voluntad, incluso la propia voluntad de toda persona dirigida sobre esta misma, está limitada por la condición del acuerdo con la autonomía del ser racional, a saber, no someterlo a ninguna intención que no sea posible, según una ley que pueda originarse en la voluntad del sujeto pasivo mismo; no emplear, pues, éste nunca sólo como medio, sino al mismo tiempo también como fin.”
[3]Por ello será el hombre el centro de la teoría política kantiana, indicando que es aquel, en tanto sujeto moral, la medida de lo político y lo moral.
Para Kant la Ilustración representa el período en que el hombre alcanza su “mayoría de edad”, en el sentido de reconocer al individuo como sujeto autónomo, libre y responsable por sus propios actos. En Respuesta a la pregunta ‘¿Qué es la Ilustración?’, Kant sostiene “La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración”
[4] Será a partir de la Ilustración entonces que la humanidad podrá encontrar un camino para el progreso, marcado por la razón y la libertad como ejes rectores de esa búsqueda.
Pero, ¿qué concepto de Estado está presente en el pensamiento kantiano? En una clásica visión contractualista liberal Kant entiende que el Estado surge de un pacto entre los individuos, buscando resguardo de un estado natural negativo. Kant entiende que por su estado de naturaleza, el hombre tiende más a la guerra que a la paz, y en este estado el hombre nunca está tranquilo ya que existe una amenaza constante de daño. “La paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza –sostiene Kant-; el estado de naturaleza es más bien la guerra, es decir, un estado en donde, aunque las hostilidades no hayan sido rotas, existe la constante amenaza de romperlas. Por tanto, la paz es algo que debe ser ‘instaurado’; pues abstenerse de romper las hostilidades no basta para asegurar la paz, y si los que viven juntos no se han dado mutuas seguridades –cosa que solo en el estado civil puede acontecer-, cabrá que cada uno de ellos, habiendo previamente requerido al otro, lo considere y trate, si se niega, como un enemigo”
[5].
Ahora bien, comprobada la necesidad del hombre de organizarse en Estados, Kant se pregunta por el mejor modo de organización política posible. Para Kant no será otro que el Estado Republicano, puesto que en él se garantizan la libertad, la sumisión a la ley y la igualdad. “La constitución republicana es aquella establecida de conformidad con los principios, 1.° de la libertad de los miembros de una sociedad (en cuanto hombres), 2.° de la dependencia de todos respecto a una única legislación común (en cuanto súbditos) y 3.o de con­formidad con la ley de la igualdad de todos los súbdi­tos (en cuanto ciudadanos): es la única que deriva de la idea del contrato originario y sobre la que deben fun­darse todas las normas jurídicas de un pueblo. La constitución republicana es, pues, por lo que respecta al derecho, la que subyace a todos los tipos de consti­tución civil. Hay que preguntarse, además, si es tam­bién la única que puede conducir a la paz perpetua. La constitución republicana, además de tener la pu­reza de su origen, de haber nacido en la pura fuente del concepto de derecho, tiene la vista puesta en el re­sultado deseado, es decir, en la paz perpetua. Si es pre­ciso el consentimiento de los ciudadanos (como no pue­de ser de otro modo en esta constitución) para decidir si debe haber guerra o no, nada es más natural que se piensen mucho el comenzar un juego tan maligno, puesto que ellos tendrían que decidir para sí mismos todos los sufrimientos de la guerra”
[6]
Para este pensador solo será posible una paz perpetua con el reconocimiento de un derecho de ciudadanía mundial, propiciado por el reconocimiento de una hospitalidad universal. “Significa hospitalidad el derecho de un extranjero a no recibir un trato hostil por el mero hecho de ser llegado al territorio de otro”
[7].
Finalmente, cabe recordar que en el pensamiento kantiano lo político se encuentra indisolublemente ligado a lo moral; es decir, no existe oposición alguna entre estas dos dimensiones de la vida de los hombres, sino que –muy por el contrario- ambas se complementan, subordinándose lo político a lo moral. “No hay, pues, objetivamente –en la teoría- oposición alguna entre la moral y la política (…) La política, en sí misma, es un arte difícil; pero la unión de la política con la moral no es un arte, pues tan pronto como entre ambas surge una discrepancia, que la política no puede resolver, viene la moral y zanja la cuestión, cortando el nudo”
[8] Por ello, entender la concepción moral kantiana será de fundamental importancia a los fines de la comprensión de su teoría política.

El Utilitarismo

El utilitarismo es la teoría consecuencialista por antonomasia, y será una de las formas en que el Liberalismo se constituirá en Inglaterra. Como afirmábamos antes, entendemos por consecuencialismo a aquella posición que sostiene que una acción es justa o correcta desde un punto de vista político o moral de acuerdo a la valoración de las consecuencias que esta acción puede producir y no por la adecuación de la misma a algún principio o norma.
La concepción utilitarista, originada en la obra de pensadores ingleses como Jeremy Bentham y John Stuart Mill, constituye una de las más importantes teorías, cuya influencia llega hasta nuestros días. Si bien en las últimas décadas diversas voces se han alzado en contra de la concepción utilitarista, ésta tuvo una importante difusión a través de diversas teorías políticas y económicas, influyendo también en el plano jurídico, dando lugar -entre otras cosas- al llamado “análisis económico del derecho”, y a reformas sobre el accionar del Estado moderno en temas sociales, con particular importancia en el poder punitivo del Estado.
Suele señalarse que el utilitarismo no se presenta como otras teorías en las que la obra de un pensador, expuesta a través de un sistema completo y estático, es comentada y pulida por sus discípulos. Los desarrollos de pensadores que se enrolan dentro de la concepción utilitarista son tan amplios que resulta difícil en algunos casos indicar cuáles son los rasgos comunes entre ellos. No obstante esto, el fundador de esta corriente fue sin lugar a dudas el filósofo inglés Jeremy Bentham, quien elaboró su posición no como un sistema teórico con fines académicos, sino como un modo propicio para la resolución de los conflictos políticos y jurídicos de su época.
Bentham concibe al hombre con una naturaleza tal que lo hace buscar de forma excluyente, o al menos prioritaria, su propio placer o interés, evitando lo que le produzca displacer o dolor. Esto no significa que este pensador plantee que hombre tiene el deber de buscar satisfacer su propio interés, sino que dicha búsqueda ocurre de hecho de ese modo. Pero, una vez que la naturaleza a impuesto semejante guía, a partir de allí los deberes que se imponga el hombre no podrán hacer caso omiso de la misma. En las palabras del propio Bentham: “La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos señores soberanos, el placer y el dolor. Son ellos solos quienes señalan lo que debemos hacer, como así también determinan lo que haremos. A sus tronos están ligados por un lado los estándares de lo correcto y lo incorrecto, y, por el otro, la cadena de causas y efectos”
[9].
Pero en la búsqueda de placer individual, los hombres se enfrentan los unos a los otros. Se generan conflictos de intereses entre ellos, y la búsqueda del placer y el alejamiento del dolor no se logran satisfacer. Entonces es necesario –en virtud de este rasgo de la naturaleza humana y a los fines de evitar los conflictos- que la búsqueda de placer se haga de manera social y no de un modo meramente individual.
Surge de este modo el “principio de mayor felicidad” enunciado por Bentham y reformulado innumerables veces por sus seguidores. Según aquel, la corrección o justicia de un acto estará determinada por la contribución de sus consecuencias a la felicidad (entendida como suma de placeres, o satisfacción de deseos o intereses) de todos quienes están afectados por tales consecuencias. Es decir, que un acto será valorado de acuerdo al mayor grado de felicidad que produzca en el mayor número de individuos afectados por la acción. El utilitarismo busca de este modo el mayor bienestar general, y no solo el mero placer individual. En Fragmento sobre el gobierno civil sostiene Bentham “El principio de utilidad rectamente entendido y firmemente aplicado es el único que puede guiar al hombre en este laberinto. Es el único que permite determinar aquello que ningún partido puede, en teoría, desaprobar. Sirve para reconciliar a los hombres en la teoría. Se encontrarán así más cerca de una unión efectiva que cuando se hallan en desacuerdo no sólo en la teoría, sino también en la práctica”
[10].
Este principio resulta en un importante giro al pensamiento liberal, no solo en materia política sino también en materia económica. Al introducir la dimensión social, el utilitarismo rechaza las concepciones puramente atomistas al estilo de las sostenidas por Locke en el plano político y Adam Smith en lo económico. Aún sosteniendo un fuerte concepto de libertad individual, la búsqueda de la felicidad del mayor número implicará un límite a la libre acción individual, propiciando una valoración social coherente con el respeto del individuo.
Así, desde la concepción utilitarista, el Estado deberá guiarse por el principio utilitarista a los fines de orientar su acción no solo velando por la protección del individuo, sino por la libertad y satisfacción de todos los miembros de la sociedad en su conjunto.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Las teorías analizadas – Kant y el Utilitarismo- pueden entenderse como representativas de dos gran concepciones, ya mencionadas: principismo y consecuencialismo. Para la primera, un acto tiene valor moral en la medida que se realice en cumplimiento de un primicipio o deber; para la segunda concepción, un acto solo es valioso moralmente si las consecuencias que produce son buenas.
Si entendemos que toda teoría de la pena parte de una concepción moral, implícita o explícita, podemos sostener que las denominadas teorías absolutas de la pena se vinculan, indefectiblemente, a una concepción moral principista; mientras que las teorías relativas de la pena se enrolan en una visión consecuencialista.
Ahora bien, ¿es posible sostener una teoría de la pena, positiva o negativa, sin un componente moral? Dicho de otra forma, ¿existe una concepción o análisis de la pena que no tenga un fundamento moral, implícito o explícito?
Si la respuesta a este interrogante es negativa, entonces será tarea necesaria la de indagar no solo en las concepciones políticas que sustentan las teorías de la pena, sino también en sus fundamentos morales últimos, implícitos aún en los trabajos académicos que analizan los propios sistemas punitivos.


BIBLIOGRAFÍA

BENTHAM, Jeremy. Fragmento sobre el gobierno. Ed. Sarpe. España, 1985.
CASTRO de ACHAVAL, Matías.
- Ética General. Editorial Copiar. Colegio Universitario IES Siglo 21. Córdoba, Argentina, 2004.
- Introducción a la Teoría del Estado. MCA Editorial. Córdoba-Santiago del Estero. Argentina, 2007.
KANT, Immanuel.
- Crítica de la Razón Pura, Trad.: Pedro Rivas , Alfaguara, Madrid, 1998.
- Crítica de la Razón Práctica. Traducción: E. Miñana y Villagrasa y Manuel García Morente. Editorial “El Ateneo”. Buenos Aires. 1951.
- Respuesta a la pregunta ¿Qué es la ilustración. Terramar Ediciones. La Plata, 2004.
- Sobre la paz perpetua. Espasa Calpe – Ed. Optima. Barcelona, 1999.
- Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita Terramar Ediciones. La Plata, 2004.
- Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Traducción: Manuel García Morente. Editorial “El Ateneo”. Buenos Aires. 1951.
MILL, John Stuart.
- Sobre la libertad. Traducción: Pablo de Azcárate. Editorial Alianza. Madrid. 1970.
- El Utilitarismo. Traducción: Ramón Castilla. Editorial Aguilar. Buenos Aires. 1980.

[1] Es decir, aquellas posiciones que entienden que la corrección moral de una acción está determinada por la adecuación de esa acción a una norma o principio moral, y no por las consecuencias que esa acción produce.
[2] KANT, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Traducción: Manuel García Morente. Editorial “El Ateneo”. Buenos Aires. 1951. Pag. 487 y 488.
[3] KANT, Immanuel. Crítica de la Razón Práctica. 1788. Traducción: E. Miñana y Villagrasa y Manuel García Morente. Editorial “El Ateneo”. Buenos Aires. 1951. Pag. 73 a 86.
[4] KANT, Immanuel. Respuesta a la pregunta ‘¿Qué es la Ilustración?’. En Filosofía de la Historia. Ed. Terramar. La Plata, 2004. Pag. 33.
[5] KANT, Immanuel. Sobre la Paz Perpetua. Pag. 101.
[6] KANT, Immanuel. Sobre la Paz Perpetua. Pag. 102/103.
[7] KANT, Immanuel. Sobre la Paz Perpetua. Pag. 114.
[8] KANT, Immanuel. Sobre la Paz Perpetua. Pag. 148/149.
[9] BENTHAM, Jeremy. Introducción a los principios de la moral y la legislación.
[10] BENTHAM, Jeremy. Fragmento sobre el gobierno. Pag. 173.

No hay comentarios:

Publicar un comentario